Ese día ella decidió ir a sentarse a la orilla del lago que estaba en la cima de la montaña. Llegó, se recostó y cayó profundamente dormida, empezaba a anochecer y la Luna comenzaba a salir; fue entonces cuando la vio y quedó admirada con su belleza y frágil figura.
Ella se amaneció en frente del lago, se sentía la persona más feliz del mundo en ese lugar; su lugar favorito desde entonces. Todos los días iba a dormir a allá y todos los días la Luna la observaba, espiando sus sueños, escuchando su canto; admirando el su rostro reflejado en el lago; sin embargo, la Luna era tímida y no se atrevía a dirigir ni una sola palabra, hasta que un día se arregló, se puso más brillo de lo normal y descendió lo suficiente; ella volteó su fino rostro; sus miradas se cruzaron, y sucedió; ella se enamoró de la Luna.
A lo lejos se encontraba un hombre en su cabalgada nocturna que, distraído por el tamaño y el brillo tan peculiar de aquel día, de la Luna, miró hacia la montaña y ahí estaba, sentada a la orilla del lago, con sus piernas estiradas, apuntado hacia el horizonte, recargada sobre su mano izquierda y sosteniendo un collar con su mano diestra, ¡sí! era ella, con un brazalete de perlas en su muñeca y un dije en su tobillo; un vestido negro que resaltaba su figura y su pálida piel; un triángulo invertido le colgaba del cuello, apuntando a su discreto escote en V. Su rostro brillaba en perfección, liso, pálido, sin rastro de rasguños ni de lágrimas, ni cicatrices; tenía una nariz pequeña y fina, ojos azules, rizos de hielo que terminaban recargados en el suelo con un infinito brillo, el reflejo que provocaba la misma luna, hacía parecer que de su espalda brotaban un par de alas, ¡sí! era ella de quien la Luna estaba enamorada desde el primer momento en que la vio; igual que el hombre que iba a caballo.
Él no sabía lo que la Luna ni la doncella sentían, se le olvidó hasta su propia existencia; él sólo quería hacerla suya. Al día siguiente, mientras la Luna dormía, él fue detrás de su princesa, y mientras más lo rechazaba, insistía aún más, hasta que se armó de valor y le arrebató un beso, la doncella se alejó ahogándose en lágrimas, temiendo que su traición involuntaria fuera descubierta; la Luna estaba furiosa.
Ella dejó de ver al hombre que iba a caballo, y volvió al lugar al que correspondía, sentándose en la cima de la montaña, a los pies del lago, sólo para ver descender a su amada Luna y sentirla sobre sus pequeños y finos labios; sin embargo, esa noche, la Luna estaba inmóvil, y no bajó... Ella le preguntaba por qué, pero la Luna no le respondía, continuaba quieta. A la noche siguiente ella regresó pero la Luna seguía sin responder y así fue durante las siguientes veintiséis noches, la Luna seguía celosa.
La noche veintisiete la Luna decidió que era tiempo de perdonarla y descendió para buscarla, pero sólo encontró un cuerpo inmóvil en donde se supone, estaría la doncella esperando.
— ¡¿Quién hizo esto?!— preguntó la Luna enfurecida como ella sola.
—Fue ella misma, —respondió el Lago, —me lloró cada uno de los días que estuvo esperándote, no supo más que hacer, y se atravesó el corazón con un cuchillo, al instante cayó sobre mí, pero no pude despertarla, sólo pude ayudarle a que la encontrarás de nuevo en ese mismo lugar, lo lamento.
La Luna quedó pasmada, no supo más que decir ni qué hacer, más que sentirse culpable y desde entonces, la Luna desciende a diario, sin embargo cada vigésima séptima noche se pone su mejor brillo y con ayuda de una estrella toca la punta de la montaña, esperando que con el destello que provoque despierte su amada.
Charlie Adler ♥