1 de agosto 2013
—Diana, tienes un grave problema de anorexia. Por eso estás aquí. Lo hemos hablado muchas veces. Te estás castigando a ti misma. Creí que estabas mejorando pero sigues perdiendo peso.
—Estoy bien. Hoy he comido…
Y un huevo y te lo voy a demostrar. Golpearía con un martillo tu cabeza para dejarte atontada. Sacaría el escalpelo que tengo en mi escritorio y te rajaría la barriga. Me abriría camino entre tus vísceras hasta encontrar el punto en el que el intestino grueso y el delgado se unen. Cortaría suavemente con un bisturí. Te metería el extremo cortado de tu intestino delgado por la boca y esperaría a que tu raquítico y hambriento esófago comenzara a tragarlo. Luego rajaría tu desinflado estómago y esperaría a que se abriera el píloro y asomara tu intestino. Lo agarraría con mis manos y tiraría fuerte de él hasta que los interminables metros de carne pasaran por tu boca. Guiaría tu mano izquierda hasta tu troceado estómago obligándote a buscar cualquier rastro de comida en su interior. Y así sería la única forma de darme la razón y de que empezaras a hacer algo contigo misma.
—No mientas, Diana. Creía que avanzábamos contigo. Bueno, supongo que vamos a seguir poco a poco.
—Bien doctor, como usted desee.
Oscar Laris.
No hay comentarios:
Publicar un comentario