<<EL ÁRBOL DE LAS PALABRAS>>
Una pequeña recopilación de ideas para Liesel Meminger
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PÁGINA 116
<<Liesel, esta historia es sólo un esbozo. Imaginé que tal vez serías demasiado mayor para esta clase de cuentos, pero quizá ninguno lo seamos. Pensé en ti, en tus libros y en tus palabras, y esta extraña historia me vino a la mente. Espero que te guste, aunque sólo sea un poco.>>
Pasó de página.
Había una vez un hombre bajito y extraño que decidió tres cosas importantes acerca de su vida:
1. Que se haría la raya del pelo en el lado contrario a todos los demás
2. Que se dejaría un pequeño y extraño bigote.
3. Que un día dominaría el mundo.
El joven deambuló mucho tiempo, pensando, planeando y calculando exactamente como someter al mundo. Entonces, un día se le ocurrió el plan perfecto. Había visto a una madre paseando con su hijo. En cierto momento, la madre regaño al pequeño hasta que, al final, este se hecho a llorar. Al cabo de un rato, la madre le habló con cariño, y el niño se calmó e incluso sonrió.
El joven corrió hacia la madre y la abrazó.
-¡Palabras!
Sonrió de oreja a oreja
-¿Qué?
Pero el hombre no contestó. Ya se había ido.
Sí, el Führer decidió que sometería al mundo con palabras. Nunca dispararé un arma, fantaseaba, no tendré que hacerlo. Sin embargo, no era un temerario. Concedámosle eso al menos. Su primer plan de ataque consistió en plantar las palabras en su tierra natal, allí donde le fuera posible.
Las plantó día y noche, y las cultivó.
Las vio crecer hasta que, al final, grandes bosques de palabras cubrieron toda Alemania... Era una nación de ideas cultivadas en un criadero.
Mientras las palabras crecían, nuestro joven Führer también plantó semillas para que brotaran símbolos, y estos prendieran tan bien que poco les faltaba para florecer. Había llegado el momento. El Führer estaba preparado.
Invitó a su pueblo al corazón del magnifico bosque, seduciéndolo con las palabras más terribles e inquietantes, recolectadas con cuidado. Y la gente acudió.
Subieron a una cinta transportadora y pasaron por una máquina que en diez minutos les proporcionó toda una vida. Les implantaron palabras. El tiempo dejó de existir, y ahora todos sabían lo único que necesitaban saber. Estaban hipnotizados.
Luego les otorgaron símbolos a cada uno y todo el mundo fue feliz.
Poco después, la demanda de símbolos encantadores y palabras inquietantes aumentó hasta tal punto que, para ocuparse de los bosques, se hizo necesaria más gente. Algunos se encargaban de subir a los árboles y recoger las palabras para los que estaban abajo y con las que luego se alimentaba al resto de la gente del Führer, por no hablar de los que volvían para repetir.
Los que se subían a los árboles se llamaban recolectores de palabras.
Los mejores recolectores de palabras eran los que comprendían el verdadero poder de las palabras, los que subían más alto. Uno de esos recolectores de palabras era una niñita escuálida. Se la conocía como la mejor recolectora de palabras del lugar porque sabía lo indefensa que se encontraba una persona SIN palabras.
Por eso ella podía subir más alto que los demás. Las deseaba. Estaba sedienta de ellas.
Sin embargo, un día conoció a un hombre despreciado por su patria a pesar de haber nacido en ella. Se hicieron buenos amigos y, cuando el hombre enfermó, la recolectora de palabras dejó caer una de sus lágrimas sobre el resto del hombre. La lágrima estaba hecha de amistad -una sola palabra- y al secarse se convirtió en semilla. La siguiente vez que fue al bosque, la niña plantó la semilla entre los otros árboles. La regaba cada día.
Al principio no pasó nada, pero una tarde, cuando fue a ver cómo le iba después de pasarse el día recolectando palabras, había asomado un pequeño brote. Se lo quedó mirando largo rato.
El árbol fue creciendo día a día, más rápido que los demás, hasta que se convirtió en el más alto del bosque. Todo el mundo fue a verlo. Todo el mundo cuchicheaba y esperaba... al Führer.
Furioso, ordenó que talaron el árbol de inmediato. Entonces, la recolectora de palabras se abrió paso entre la multitud y cayó de rodillas.
-Por favor, no taléis el árbol -suplicó.
Sin embargo, el Führer se mostró imposible. No podía permitirse hacer excepciones. Mientras se llevaban a la recolectora de palabras a rastras, se volvió hacia el hombre que tenía a su derecha y le hizo una petición.
-El hacha, por favor.
En ese momento, la recolectora de palabras se zafó, echó a correr y se encaramó al árbol. Ni siquiera dejó de trepar cuando el Führer golpeó el tronco con el hacha. Ella siguió subiendo hasta llegar a las ramas más altas. Las voces y los hachazos continuaron. Las nubes pasaron de largo como monstruos blancos de corazones grises. Preocupada pero decidida, la recolectora de palabras no se movió. Esperaba a que el árbol cayera.
Sin embargo, el árbol no se movió.
Pasaron muchas horas y, aun así, el hacha del Führer no pudo arrancar un solo bocado al tronco del árbol. Al borde del colapso, le ordenó a otro hombre que continuara.
Pasaron días.
Semanas.
Ciento noventa y seis soldados no pudieron dejar ni una muesca en el árbol de la recolectora de palabras.
¿De qué se alimenta?, se preguntaba la gente. ¿Cómo duerme?
Lo que no sabían era que otros recolectores de palabras le lanzaban alimentos desde los árboles y que la niña descendía hasta las ramas más bajas para recogerlos.
Nevó. Llovió. Las estaciones cambiaban, pero la recolectora de palabras seguía allí arriba.
Cuando el último leñador se dio por vencido, la llamó
-¡Recolectora de palabras! ¡Ya puedes bajar! ¡Este árbol es invencible!
La recolectora de palabras, que sólo vio las palabras del hombre de allí abajo, contesto con un susurro que se deslizó por las ramas.
-No, gracias -respondió, pues sabía que ella era la que mantenía el árbol en pie.
Nadie supo calcular cuánto tiempo había pasado, pero una tarde un nuevo leñador llegó a la ciudad. La bolsa de la que tiraba parecía demasiado pesada para él. Se le cerraban los ojos. A penas conseguía levantar los pies de lo cansado que estaba.
-El árbol, ¿dónde está ese árbol? -preguntó la gente.
Le siguieron muchos. Al llegar al lugar, las nubes escondían las ramas más altas. La recolectora de palabras oyó que la gente la llamaba y le decía que un nuevo leñador había llegado para poner fin a su vigilia.
-Nadie la hará bajar -aseguraban.
No sabía quién era el leñador y tampoco sabían que no se dejaba amilanar.
El leñador abrió la bolsa y sacó algo mucho más pequeño que un hacha.
La gente se echó a reír.
-¡No se puede talar un árbol con un martillo viejo! -dijeron.
El joven no les prestó atención, simplemente rebuscó unos clavos en la bolsa. Se colocó tres en la boca e intentó clavar el cuarto en el árbol. Las primeras ramas estaban ahora ya muy arriba y calculó que necesitaría cuatro clavos sobre los que apoyarse y alcanzarlas.
-Mira ese idiota -se burló a carcajadas uno de los espectadores-. Nadie ha podido talar el árbol y ese loco cree que con...
El hombre se calló.
El primer clavo entró y quedó bien sujeto con cinco martillazos. A continuación clavó el segundo y el joven empezó a trepar por el tronco.
Al cuarto clavo ya había llegado a las ramas y siguió subiendo. Sintió la tentación de llamarla, pero al final decidió no hacerlo.
Tuvo la impresión de haber salvado kilómetros, pues tardó varias horas en llegar a la copa, donde encontró a la recolectora de palabras dormida, envuelta entre mantas y nubes.
Se la quedó mirando largo rato.
El sol calentaba el techo nublado.
Se agachó, le tocó el brazo y la recolectora de palabras se despertó.
La niña se frotó los ojos y, después de mirar fijamente el rostro del leñador, habló:
-¿De verdad eres tú?
¿Fue de tu mejilla, pensó, de donde recogí la semilla?
El hombre asintió.
Creyó que el corazón le daba un vuelco y se agarró con más fuerza a las ramas.
-Soy yo.
Se quedaron juntos en la copa del árbol. Esperaron a que las nubes se disiparan y, cuando lo hicieron, vieron el bosque.
-No dejará de crecer -aseguró la recolectora de palabras.
-Pero este tampoco.
El joven miró la rama que le daba la mano. Tenía razón.
Cuando ya hubieron visto y charlado lo suficiente, bajaron del árbol. Dejaron atrás las mantas y el resto de la comida.
La gente no daba crédito a lo que veía. En cuanto la recolectora de palabras y el joven pusieron un pie en el suelo, empezaron a aparecer las muescas del hacha en el tronco. Magulladuras. Hendiduras. Y la tierra empezó a estremecerse.
-¡Se va a caer! -gritó una joven-. ¡El árbol se va a caer!
Tenía razón. El árbol de la recolectora de palabras, con todos sus kilómetros y kilómetros de altura, empezó a inclinarse. Dio un gemido al abatirse contra el suelo. El mundo se estremeció y, cuando todo volvió a la calma, el árbol quedó tendido en medio del bosque que jamás conseguiría destruir del todo. Pero al menos había abierto un nuevo camino a través de él.
La recolectora de palabras y el joven subieron al tronco abatido. Se abrieron paso entre las ramas y empezaron a avanzar por él. Al mirar atrás, vieron que casi todos habían regresado a sus casas. Dentro y fuera del bosque.
Siguieron su camino, pero de vez en cuando se detenían a escuchar y creían oír voces y palabras detrás de ellos, en el árbol de la recolectora de palabras.-
La Ladrona de Libros. Zusak, Markus OCTAVA PARTE. La recolectora de palabras, El cuaderno de dibujo escondido pp. 434-441.
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