Fue hace dos años, nunca lo
vi usando un traje; pero yo sabía que de vez en cuando se ponía uno. Decía que
le gustaba el azul, supongo que su traje era de ese color. Me llevaba unos ocho
o nueve años; nunca supe exactamente cuántos.
Su mirada era profunda, su
sonrisa hermosa y su cabello muchas veces, se veía mejor que el mío. Le confesé
lo mucho que me gustaba pero él siempre lo tomaba como broma. Creía que estaba
jugando. Yo sospechaba que él se sentía igual. Y no me equivoqué.
Hace poco, cuando el hombre
de traje me confesó todo, ninguno de los dos sabíamos qué hacer. Me tenía entre
sus brazos, no me dejaba ir. Yo no quería irme. Nos besamos. Él insistía con
que mi pupila se había dilatado; yo no pude distinguir la suya. Me decía que
quería estar conmigo. Esbozó un “pero”, su trabajo, sí, su trabajo. No quería
que nos viéramos de vez en cuando. La solución era que me fuera a vivir con él.
Pero hubiera dado lo mismo, eso no lo abstenía de sus deberes. Quedamos en un
acuerdo; en respetar nuestros espacios y aguantar el tiempo que fuera
necesario. Perdí la cuenta de las veces que me miró a los ojos y me besó.
Días después fue a
buscarme; pero ahora era yo la que tenía cosas que hacer. Lo entendió, según me
dijo. Regresó un día más, se molestó. Me tenía confundida, un acuerdo tuvimos.
Lo ignoró. Los hombres de traje siempre tienen mejores cosas en que pensar. Él,
mi hombre de traje. Me decepcionó, no lo suficiente para odiarlo, pero lo
suficiente para pedirle que se fuera. Tanto tiempo deseando sus labios, para
que al final su propio cariño por mí, me alejara de su lado.
He estado pensando en ti,
sí tú, mi hombre de traje. Fuimos buenos amigos; me gustaría decir que aún lo
somos. Pero es difícil asegurarlo cuando hace tiempo que no hablamos.