No podía creer que por fin
la tenía en mis manos, haciéndola mía; después de tantos meses de observarla de
lejos, de aprenderme su rutina. Una más a la lista; Nicole. La pequeña y frágil
Nikky. Tenía los ojos de Mónica, las cejas de Jessica; los pechos de Camila y
la cintura de Elizabeth. Era el conjunto perfecto de mis cuatro mejores chicas
y sus gritos; sus gritos eran como los de una quinta; Ana, la más joven de
todas; mi primer amor.
A todas las he amado. Ir de
ciudad en ciudad sólo para encontrarme con una más hermosa que la anterior.
Conocerlas, estudiarlas, analizarlas, seguirlas, distraerlas, enamorarlas,
hacerles el amor, flagelarlas, desmembrarlas, dormir sobre ellas, quemar sus
restos y guardar las cenizas. Todas eras vírgenes y yo fui su primer y único
amor.
Nikky fue la más difícil de
todas, era muy versátil y su rutina no siempre era la misma; además se cambió
de casa. Poco más de un año fue lo que me tardé en aprenderme sus horarios. En
conocer a sus amistades, en hacer el plan para encontrarme “casualmente” con
ella; y todo para que cayera. Fue la única que no tuve que drogar. Salimos
durante siete meses. Un año y siete meses de trabajo para mí, como dije; fue la
más difícil.
El día que cumplimos esos
siete meses le regalé un par de pendientes de oro blanco. Combinaban
perfectamente con su piel, y con el olor de su sangre. La invité a cenar, me
aseguró que estaba lista para mí; la llevé a mi apartamento y la abracé cómo el
más caballero de los príncipes.
— ¿Segura que estás
lista? —le susurré al oído.
—Sí —esbozó una
sonrisa y comenzó a besarme.
«Extrañaré tus
labios» pensé.
Por fin la tenía
entre mis brazos, procuraría ser lo más tierno y delicado posible. Se debe
valorar lo que te ganas con el sudor de tu frente.
Mis manos estaban sobre su
pálida cintura y comenzaron a subir su blusa; ella me despojó de mi camisa
botón por botón; la tomé de nuevo
por la cintura y la acerqué a mí al mismo tiempo que ella aspiraba un poco de
placer al sentir mi piel contra la suya. La volví a besar y añadí caricias
sobre su espalda. Como siempre, el sostén me lo impedía. Me fingí inexperto y
quité el broche con ambas manos, quiénes subieron por su espalda hasta sus
hombros, bajaron cuidadosamente los tirantes hasta sus muñecas; «Camila» fue lo
primero que me vino a la mente cuando vi sus pechos por primera vez; su pequeña
prenda tocó el suelo.
Acaricié sus manos;
recorrí de nuevo sus brazos para regresar a sus pechos. Su piel respondía al
roce de mis yemas. Su boca temblaba sobre la mía cada que la tocaba. Y sus
labios emitían un pequeño suspiro por caricia. La fui encaminando hacia mi cama
mientras nos desabrochábamos el pantalón. Me deshice del suyo en el momento en
que su espalda hizo contacto con mis sábanas. La ayudé un poco y me desprendí
del mío. Ataqué su cuello y sus suspiros
se tornaron en gemidos. Le acaricié ambos pechos, después sólo uno, mientras
besaba el otro; seguía gimiendo. Me excitaba tanto como Ana. Bajé mis manos por
su cintura, hacia su cadera; le quité las bragas.
— ¿Estás lista? —le
pregunté acelerado, ella se limitó a asentir con la cabeza; se sentó y arrancó
mi ropa interior. Me besó, la inercia me llevó a recostarme sobre ella. Mi
miembro rozó sus genitales y al contacto ella abrió las piernas. ¿Qué si fui
cuidadoso? Vaya que lo fui, el más perfecto caballero. Nikky lo merecía, Nikky
era especial. Sus gemidos cesaron para darle lugar a los gritos cuando empecé a
penetrarla por vez primera; era obvio que doliera. A todas les dolía. Hubo un grito
de confirmación, un click en mi glande y unas gotas de sangre; el himen se
había roto; era hora de buscar algo más. Ella comenzaba a arquearse para
sentirme aún más profundo y me obligaba a erguirme un poco. Llegó la
oportunidad. Me erguí lo suficiente para estirar mi brazo y sacar el cuchillo
que había entre el colchón y la base de la cama. Quise esperar un último grito
para mi memoria, una última lubricación para una última embestida, pero ella
comenzó a pedirme más y ya no me pude esperar.
Miré
detenidamente su rostro; quería recordarla. Era perfecta. Ahora es mía. Dejé de
embestirla un momento, “me salí”; con el riesgo de que notara el cuchillo, pero
no me importó. Me acosté a su lado y le susurré al oído — Te amo—. Sus ojos seguían cerrados, su
respiración acelerada. Acerqué el cuchillo a su hombro y el filo la acarició.
La sangre comenzó a brotar, estaba tan excitada, que ni siquiera lo sintió, por
lo menos no hasta que el filo tocó el hueso. Volteó a verme aterrada. Gritó. Pero
era tarde, su brazo era mío. Puso resistencia. No pudo. Volví a hablarle.
—Sh, sh, sh.
Tranquila preciosa. Necesito que te quedes quieta. No me gustaría herirte de
más. Jamás te haría daño. Pero es probable que tú a mí sí. Y es por eso que
nunca serás de otro—. La acaricié.
La pobre Nikky no
podía hablar, estaba muy asustada. Quedó en shock. Deslicé el cuchillo por su
cintura hasta su ingle e incidí. No recuerdo en que momento dejó de gritar. Tomé
su muñeca en mi mano izquierda, para evitar que huyera. No hubiera podido
sostenerse en pie, mi deber era cuidarla. El filo seguía haciendo lo suyo. Nikky
se rindió, pero aún no se iba.
—No quiero que te
siga doliendo. Sí, sí; ya sé que no te quejas. Pero no puedes soportar todo eso
por mí. Calmaré un poco tu dolor—. Decidí que no quería que Nikky muriera
pensando mal de mí. La volví a penetrar una y otra vez. Hasta que se fatigó. Le
faltó oxígeno y cerró los ojos de Mónica. La besé y terminé por arrancarle los
miembros.
Estaba fatigado, no
puso mucha resistencia, pero las articulaciones siempre costaban más trabajo.
Como ya era costumbre, me quedé dormido sobre su torso, dentro de un ambiente
rojo y aún tibio.
Me despertó el olor
a sangre seca. Abrí los ojos y ahí estaban los pedacitos de mi Nikky. Los miré
con la misma ternura con la que la vi por primera vez. Era como si las
partecitas de mis otras chicas hubieran decidido unirse y formar una muñequita
de porcelana. Besé su frente. Fría.
Faltaba poco para
medio día. Limpié el cuchillo como de costumbre, ya no recordaba cuántos
químicos tenía el filo ni cuántos diferentes tipos de sangre había probado. Limpié
a Nikky y la guardé en una bolsa negra. Guardé las sábanas en otra. Limpié el
cuarto.
El problema de ese
lugar era que no había lugares tan accesibles para quemar la evidencia. Le hice
como pude. Tomé la bolsa de las sábanas, tomé a Nikky. Fui discreto. Subí ambas
bolsas a mi camioneta, subí mis herramientas y todas mis cosas; conduje sin
alguna dirección en específico. Era hora de mudarse de nuevo. Llegamos a una
especie de desierto. Por lo menos no había gente. Coloqué la plataforma de
siempre, la que usaba al final. Coloqué las sábanas. Las bañé en gasolina.
Prendí un cerillo y lo aventé. Nunca había percibido el olor de la sangre de
esa manera. Nikky me cautivaba de todas las maneras posibles. Cómo dije, Nikky
era especial. Enterré las cenizas. Eso fue
nuevo; generalmente las aspiraba, las tiraba a la basura o las esparcía en
el viento. Limpié la plataforma. Era el turno de Nikky, di un último vistazo,
con la esperanza de que nadie se apareciera. Así fue. Saqué uno a uno los
miembros de Nikky. Su torso costó un poco de trabajo. La cabeza siempre pesa
más. Repetí el rito de la gasolina, no sin antes besar a Nikky por última vez,
que escuchara un — Te amo— cómo mi despedida. Una lágrima recorrió mi rostro. Lancé
el cerillo.
Nikky se consumió
muy rápido, quizá usé más gasolina de lo acostumbrado, cayeron sus cenizas. Fui
por la caja que le mandé a hacer, traía grabado un “Nicole” en letras cursivas.
Guardé sus restos. La cerré con llave. La abracé y me subí de nuevo a mi
camioneta en busca de alguien que se le pareciera aunque fuera un poco.